viernes, 31 de mayo de 2013

Esmeralda

Se llama Esmeralda, y justo en el momento en que me ha dicho que quizás lo mejor es quitarse de en medio y mandar todo a hacer puñetas, grandes gotas de pena se han descolgado de sus ojos resbalando hasta su chaquetita de abuela.

Su edad debe rondar la de mi madre, sus gafas son parecidas, sus zapatos también, su pelo, su mirada, el color de sus ojos, sus expresiones y hasta la manera de llorar.
Hoy es un día esos de finales de mayo, y ya sabéis que el refrán nos aconseja que hasta dentro de unos días más no nos quitemos el sayo, la noche en la Gran Vía de Madrid refrescaba.
La mirada de pena, indiferencia o empatía que brindamos a diario a las CIENTOS de personas que nos miran desde el suelo tras unos cartones, o sujetando un periódico, o haciendo sonar un vaso de plástico con algo de cobre y entonando una y otra vez las mismas plegarias, hoy parece que no ha sido suficiente.
Al pasar frente a ella no recuerdo si nuestras miradas se han cruzado o sólo he llegado a ver sus ojos clavados en ninguna parte. Esmeralda estaba sentada como quien se sienta esperando algo, ante las puertas cerradas de una caja de ahorros y tras una pequeña barrera de cartones, bien limpios y bien puestos. Ahora que escribo estas palabras me da por pensar que las mujeres, más que los hombres, incluso en las peores situaciones tratan de conservar la dignidad como sustento de vida, como reflejo de que aún no todo esta perdido, esos cartones bien puestos, ordenados y limpios me han dicho que ellas son más luchadoras.
He pasado de largo, como siempre, unas veces con más pena que otras, unas veces maldiciendo esta sociedad durante algo más de 20 segundos y otras pensando qué terrible vida esta, pero todas, al fin y al cabo, paso de largo.
En una ocasión, hace algunos años, mi primo mayor me dijo sin reparar mucho en mi sorpresa que había dado 10 € a un pobre, y yo pensé la cantidad de dinero que tendría que tener para poder desprenderse de lo que para mí era semejante capital, me dijo que lo que significaba para él, seguramente sería muchísimo menos de lo que significaba para la persona a la que se lo había dado.
He sacado de la cartera un billete como los de mi primo en tantas ocasiones, me lo he quedado mirando mientras una mezcla de vergüenza y pena me ha invadido durante el tiempo que he tardado en retroceder los pasos y dirigirme hacia aquella mujer, que parecía esperar algo y en cualquier momento podría echarse a andar.

Al fijar mis ojos en los suyos y darle el billete, creo que me he preguntado si lo he hecho para sentirme yo mejor o realmente por ayudarle a ella, la verdad me da igual, hago lo que puedo.

Después de darme las gracias con una voz triste y de desviarme la mirada, le he dicho que no podía entenderlo, que qué hacía ella allí, que si tenía frío, que si tenía hijos, que si tenía hambre, que cuanto llevaba en la calle, que si tenía posibilidades de salir de esa situación, vuelvo a pensar que parecía que esperaba algo, o alguien.

42, cuarenta y dos años ha estado cotizando y trabajando para decirme ahora, rondando los SETENTA AÑOS, tras unos cartones ordenados y una bolsita con algo de fruta y las pieles de otra en otra bolsa, que quizás lo mejor es mandar todo a hacer puñetas y quitarse de en medio. Un año en la calle le ha bastado a una persona cuerda, trabajadora y luchadora para hablar a un desconocido de suicidio, para decirle a un desconocido que siempre ha sido una persona con muchísima vergüenza, pero que ahora ni eso le queda. Tus ojos y el temblor de tus manos me han dicho que de esa, de la vergüenza, tienes mucha.

No sé mucho de estas cosas, pero el día en el que te das cuenta de que has pasado de largo ante la que podría ser tu madre, o tu padre, o tu amigo, o simplemente cualquier persona que, intentándolo, no lo ha conseguido y la sociedad le ha dado de lado y con lágrimas en los ojos te dice sinceramente que lo mejor es quitarse de en medio, todo, absolutamente todo, empieza a carecer de sentido.


Antevez

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